Horacio Quiroga: con la pluma y el machete

Horacio Quiroga: con la pluma y el machete

El gran cuento latinoamericano no habría existido sin este uruguayo excéntrico, marcado por un destino de muertes y suicidios, que dejó doscientos relatos y textos autobiográficos como los que acaba de recopilar Erika Martínez en “Quiroga íntimo” (Páginas de Espuma).
Texto: Carles Barba

No es lo mismo escribir novelas marineras por experiencia (Melville) que documentándose (Patrick O’Brian). Ni lo mismo recrear Waterloo porque se ha estado (Stendhal) que revivir Trafalgar o Bailén por un acto de imaginación histórica (Galdós). Ni lo mismo escribir sobre la selva (Asturias, Carpentier) que desde la selva (Quiroga). Valga este proemio para introducir a uno de los padres del cuento latinoamericano –y del cuento moderno tout court–, un autor que se formó en el decadentismo finisecular y que, cuando creyó convertirse en un literato de salón, a los 32 años, dió un giro copernicano, se afincó en la jungla argentina e hizo de sus bellezas y peligros el eje de su existencia y su literatura. En la segunda mitad del siglo XX, el relumbre de Borges (o de Cortázar y Onetti) ha dejado un tanto en la sombra la cuentística quiroguiana, pero figuras actuales como Ricardo Piglia vienen vindicándola con todos sus valores de concisión, intensidad dramática y color en el idioma. La reciente publicación en España de Quiroga íntimo resulta una ocasión pintiparada para asomarnos a su encarnadura humana, la de un individualista que escogió vivir en los límites, en la frontera, lo que hace de él una mezcla de Robinson, Kurtz y Fitzcarraldo.

Horacio Quiroga nació en Salto (Uruguay) el último día de diciembre de 1878, hijo de un diplomático argentino, Prudencio Quiroga, que casó allí con una mujer del país, Pastora Forteza. La asechanza de la muerte que caracterizará su existencia, se manifiesta enseguida: su padre, vicecónsul, se dispara a sí mismo por accidente y fallece. Horacio sólo tiene tres meses y es el menor de tres hermanos. En 1891, la madre se casa de nuevo y el niño, tras un primer rechazo, acaba tomando cariño al nuevo cabeza de familia. Los Quiroga viven a caballo entre Salto y Montevideo, y Horacio cursa primaria y secundaria con normalidad, y estudia finalmente en el Colegio Nacional de Montevideo. Se aficiona a actividades tan disímiles como el ciclismo, la carpintería, la química o la fotografía. Y, en 1896, a los diecisiete años, ha de encarar otro episodio de violencia: el padrastro, al haber quedado parapléjico, se pega un tiro y es el propio Horacio quien lo encuentra con la cara destrozada. Al parecer, había accionado el gatillo con el dedo del pie. Para entonces Quiroga ya tiene la mente comida por el virus literario y en Salto funda la Comunidad de los Tres Mosqueteros. A los veinte años es ya un lector voraz y entre sus dioses están Poe, Maupassant, Dostoievski o Ibsen. Comienza a colaborar en revistas de su ciudad natal y profesa de dandi. En 1898 viaja a Barracas para conocer al escritor Leopoldo Lugones, paradigma del decadentismo y el gesto decadente, e, instalado después en Montevideo, funda con unos cuantos amigos de bohemia un cenáculo, el Consistorio del Gay Saber.

El 20 de marzo de 1900, vestido de punta en blanco, con las maletas más caras y en primera clase, se embarca hacia París, en viaje iniciático característicamente ritual. La excusa se la da la Gran Exposición Universal inaugurada allí. Al parecer, los cuatro meses de estancia allí le produjeron un gran chasco y, según atestiguarían después dos de sus amigos, regresó a Montevideo como un mendigo, en tercera, sin equipaje y hecho “un mar de pelos negros que nunca más se rasuraría”. La aventura parisina representó para él la desmitificación de lo europeo y la revalorización de la grandiosa naturaleza de América. Su estro literario, en todo caso, aún está sintonizado con la boga modernista, y modernista va a ser su primer libro, Los arrecifes de coral (1901), dieciocho poemas, treinta páginas de prosa lírica y cuatro cuentos.

Tras la muerte de dos de sus hermanos, Pastora y Prudencio, en 1902 le ocurre un nuevo percance demoledor: el 5 de marzo, manipulando un arma de dos caños, mata accidentalmente a uno de sus mejores amigos, Federico Ferrando. Se le declara inocente de cualquier cargo y Quiroga decide poner tierra de por medio, y refugiarse en la casa bonaerense de su única hermana sobreviviente, María. Se emplea como profesor de castellano en el Colegio Británico y trata de olvidar el mal trago.

En 1904 realiza una excursión que marca un antes y un después en su vida: Leopoldo Lugones le invita en calidad de fotógrafo a visitar las ruinas jesuíticas de Misiones –al norte del país, tocando con Paraguay– y queda encandilado por la selva. Empatiza a tal punto con la lujuriante vegetación y la exótica fauna que, con la herencia paterna, adquiere una parcela en El Chaco –concretamente en Saladito– y se lanza a cultivar algodón para arruinarse a los pocos meses. Será la primera de las empresas fracasadas de este utopista que de golpe siente la falta de autenticidad de la civilización urbana y comprende que la jungla puede darle la libertad absoluta necesaria para su escritura. Momentáneamente pliega velas y se reinstala en Buenos Aires, donde Lugones le consigue una plaza de profesor de lengua y literatura castellana. En ese centro –la Escuela Normal nº 8– se enamora de Ana María Cirés, una alumna de sólo 15 años, y no ceja hasta que la familia de ella consiente en el noviazgo. Para entonces ha vuelto a su idée fixe de radicarse como un buen salvaje: compra 185 hectáreas en Misiones y en vacaciones apresta estas tierras para habitarlas. Ha nacido el Quiroga legendario que conocemos, el pionero de barba hirsuta y botas altas que lo mismo limpia a machetazos un bananal que cava pozos de agua o embalsama aves. Con sus propias manos levanta en San Ignacio un gran bungalow con maravillosas vistas al río Paraná y allá se va a vivir con Ana María, una vez la pareja se casa el 30 de diciembre de 1909. Cinco años antes ha publicado su primera colección de relatos, El crimen del otro, en la esfera de Poe, y un año antes, su primera novela, Historia de un amor turbio, con cierto sabor dostoievskiano. El protagonista de este relato comparte con el autor la fascinación que ejerce la inocencia erótica de las adolescentes.

En San Ignacio, muy pronto Quiroga emprende febrilmente todo tipo de actividades: es juez de paz, picapedrero, destilador de naranjas, productor de yerba mate… Cruza a menudo el pueblo con un Ford T negro y una Harley Davidson, y el escritor Macedonio Fernández (que casualmente está allí de fiscal) le recordará después como “un bicho raro pero precioso”. Quiroga ha apostado por una vida ruda y a ella se entrega con tesón, a pesar de un físico endeble y unos crónicos dolores estomacales. Su mujer no escapa al carácter espartano del escritor y ha de parir a su primera hija, Eglé, sin ninguna asistencia sanitaria. Los agotadores trabajos manuales acentúan el talante huraño del colono, al punto que, cuando más adelante le visitó el periodista Humberto Pérez, el encuentro discurrió así: “-¿Qué quiere? -Quería verlo… -Bueno, ya me ve…”.

En 1912, Ana María le dio un segundo hijo, Darío, y el padre no tardó en iniciar a ambas criaturas en la dureza de la existencia selvática: les dejaba por ejemplo horas a solas en el monte o –algo mucho peor– los sentaba al borde de un acantilado, con los pies columpiándose en el vacío. Estas temeridades no obstaban para que Quiroga fuera un padre tiernísimo y que de hecho concibiera para ellos una de sus colecciones más populares, los Cuentos de la selva. Quien no resistió las privaciones de la jungla fue su esposa Ana María, que en 1915 se quitó la vida con un veneno que le causó una agonía de ocho días. El escritor rioplatense mantuvo siempre un silencio impenetrable sobre esta muerte atroz. Viudo, a los seis meses regresa a Buenos Aires con Eglé y Darío, y en 1917 dos hechos cambian el signo de su fortuna: es nombrado secretario del consulado general de Uruguay y se editan con gran éxito Cuentos de amor de locura y de muerte, elaborados precisamente con materiales de la selva tropical. En su designación como delegado gubernamental ha tenido arte y parte el presidente del país, Baltasar Brum, que fuera compañero del escritor en Salto. En 1922, Brum nombrará también a su antiguo compañero de aulas secretario de la embajada que va a Brasil a conmemorar el centenario de la independencia. Quiroga recupera así sus antiguas aficiones mundanas y sus éxitos literarios le granjean algunos amores pasajeros y apasionados, siempre con jóvenes de las que podría ser su padre.

Fuente: que-leer.com


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